PRIMER ACTO
Crecí de abuelo libanés. Desde niño, mi sangre fue guiada a torrentes por la vida con estas palabras del poeta Gibran Jalil Gibran: “Aléjame de la sabiduría que no llora, la filosofía que no ríe y la grandeza que no se inclina ante los niños”.
Desde una migración que no tuvo retorno a casa, mi abuelo nos abrazó con fuerza a su música y su comida: a la cultura de su milenario origen. Desde mi niñez a la adolescencia en Torreón, en la escuela y en el juego: en el despertar a la vida; los apellidos de mis amigos creaban un archipiélago de afecto entre sirios, palestinos, judíos y libaneses. Nuestro orgullo por ser árabes, más allá de las diferencias, era profundo e indomable.
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Ahí estábamos en el salón de clases, en el fútbol, en los madrazos, en el ligue de las fiestas o los 15 años, en la Morelos cada domingo y en las tempranas borracheras, los Zarzar, los Gidi, los Batarse, los Holoschutz, los Russek y los Muller, por mencionar algunos.
Éramos los unos y los mismos.
SEGUNDO ACTO
Estudiaba en Madison, Wisconsin. Como integrante de la Asociación Latinoamericana de Estudiantes participé en varios foros que buscaban facilitar el diálogo entre estudiantes de la Organización para la Liberación Palestina con judíos pacifistas que favorecían el reconocimiento de Palestina como Estado independiente de Israel.
Pero las conversaciones nunca llegaron lejos porque el conflicto Palestino-Israelí parecía no tener salida. Ese año de 1994, Jordania había firmado la paz con Israel y renunciado a cualquier reclamo sobre los territorios al oeste del río Jordán (Cisjordania), ocupados por Israel. De esta manera, la Organización para la Liberación Palestina sería responsable de exigir a Israel el retorno de esos territorios.
Durante el resto de la década de los 90, los intentos para construir la paz entre la OLP e Israel continuaron. Marruecos, Túnez, Omán y Baréin aceptaron abrir oficinas comerciales israelíes en sus territorios. Pero al fracasar las negociaciones y recrudecer el conflicto (Segunda Intifada), las misiones comerciales cerraron y más países como Mauritania y Malí retiraron su reconocimiento a Israel.
En el mundo, como otrora en Torreón, ya no somos los unos y los mismos.
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TERCER ACTO
En el siglo 21, los acuerdos de paz cayeron uno tras otro. Las guerras civiles en Siria y Yemen; la crisis económica y política de Líbano; la invasión de Irak (2004) más la retirada de Estados Unidos (2011) hizo crecer la fuerza de Irán y su influencia en las poblaciones chiitas de esos países contra la tradicional presencia sunita de Arabia Saudita, país cercano a Israel.
Ese es el caldo de cultivo del cual se nutren el Movimiento de Resistencia Islámica Palestina (Hamas), nacido de la ocupación militar israelí de Cisjordania, Jerusalén y la Franja de Gaza. Y el Partido de Dios Libanés (Hezbolá) surgido para contrarrestar la presencia israelí y de sus aliados en el sur del Líbano.
En 2020, aparece un acuerdo de paz (los Acuerdos de Abraham) entre Israel, Baréin y los Emiratos Árabes Unidos. Marruecos establece relaciones diplomáticas con Israel a cambio del reconocimiento estadounidense de la soberanía marroquí sobre el Sáhara. Sudán se mueve en la misma dirección.
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Este acuerdo representa una traición para las autoridades palestinas por ser “contrario al principio tradicional de no reconocer ni firmar la paz con Israel antes del establecimiento de un Estado Palestino independiente”. En esencia, “las naciones árabes han dejado de considerar la causa palestina como una prioridad a sus intereses nacionales”. Y, con ello, abrieron las puertas para que Hamas, apadrinado por Irán y Rusia, atacará Israel el pasado 7 de octubre.
En el mundo, como algún día en Torreón, ya nunca seremos los unos y tampoco los mismos.
¡Ay! Palestina. ¡Ay! Israel.
Nota: El autor es director general del ICAI. Sus puntos de vista no representan los de la institución